Él, lleno de ardor y desprecio, pensaba en el final. Yo intentaba alargar al máximo nuestro reencuentro. Él deseaba dejar la vida y a mí. Yo no podía traicionar mi juramento. Él, postrado durante más de tres años, suplicaba caridad con la mirada. Yo, llegado hace menos de cinco meses, suministraba ciencia y cariño. Él, cuando quería vivir, balbuceaba doctor. Yo, cuando quería morir, gritaba ¡papa!
Salvo quizás, por esa casi imperceptible gota de sangre seca entre sus muslos, supe que me mentía. Sin ella saberlo, con aquella criaturada, me abrió los ojos y el camino. Nunca más supe de ella, nunca quise descendencia.